Thursday 28 de March de 2024
Perfil

Atarrayas

PODCASTS | Por Juan Ferrari | 13 de June 09:06

Texto de Rodolfo Agustín Perri en su texto

De un viejo diccionario enciclopédico: “Del árabe ataraha, red arrojadiza/ esparavel, red redonda que se arroja a brazo, para pescar”. Es la acepción original. Aquí le decimos “atarraya” y era, hace más de medio siglo, el sueño de cuanto muchachito recorría la ribera.

Con mi hermano hicimos el ahorro necesario;  ella nos atraía desde la vidriera de la ferretería de Bozzolasco, allá donde se entrecruzan Caseros y Chiclana. Limpia, impecable y sedosa, semejaba una pollera con el ruedo emplomado. Era sábado, por lo que debimos esperar hasta el día siguiente. El Puerto Nuevo desperezaba su ausencia de barcos en plena Segunda Guerra Mundial;  la dársena E, casi vacía, nos invitaba a intentarlo. Ambos sabíamos nadar y, por lo tanto, deambulábamos bien pegaditos al borde redondo del amarradero de agua quieta. Seguíamos las evoluciones de unos lomos oscuros, con aletas grises. La atarraya en la mano y el paso rápido. Por fin, una de esas figuras se nos puso a tiro, y allá voló la red, bien desplegada como un paraguas. Cayó en la zona de actividad y al izarla quedamos boquiabiertos. ¡Habíamos capturado dos grandes sábalos!

La red y las presas se fueron desvaneciendo con el paso del tiempo, como toda esa época que parece estar a siglos del vértigo actual. La escena, esta vez, ocurrió a poca distancia de la misma costa, pero sobre el límite norte de la ciudad. Me acompañaba mi nieto, Nicolás. Desde el coche vimos un grupo tumultuoso asomado al pretil del murallón. Señalaban y hacían ademanes que yo no adivinaba. No son extraños los trágicos hallazgos en esa zona, por lo cual actué con mucha precaución. Pero las bromas y las risas se sucedían y por fin,  nos acercamos. Al mirar hacia el agua pudimos verla: brillante, esférica y algo lejana, una pelota de fútbol, de aquellas “número 5”, flotaba muy oronda a una distancia ya imposible.

Los chicos, todo un grado de primaria, habían iniciado un partido y en los primeros avances la pelota cayó al río. Algo inevitable. Era improbable llegar, ya que el paredón es una perfecta vertical y no hay atisbos de escalera a varias cuadras de distancia. Hasta que alguien llegó con eso inesperado: sí, con una… atarrraya! Al observar la red intuí una solución rápida al problema. Uno tras otro, los lances se sucedieron y el tejido caía… cerrado. Había que actuar con decisión, pero sin premura. Advertí que, si bien la pelota no se distanciaba del paredón, se desplazaba, en cambio, a lo largo de este, y por lo tanto, embocar con la red abierta exigía un cálculo mesurado y un accionar muy certero. Por fin, y ante la evidente desazón de los chicos, me animé a hacerle alguna indicación al animoso pero ineficaz, hasta ese momento, único voluntario.

-“Vea…”, me explicó:
-“Esta red me la prestaron, y no tengo la menor idea del modo de manejarla.”

Se me presentó el dilema. Ante mí se alzaban los años, los decenios, inexorables, que me separaban de aquella última vez. Era como si nunca en mi vida hubiese utilizado ese adminículo que figuró entre las grandes adquisiciones de mi adolescencia. Por su parte, el fallido lanzador que había intentado el rescate, permanecía a mi lado con la malla plegada y sus ojos sobre mí. Y comencé a recordar que se sostenía con varios pliegues en una mano y el borde simple en la otra; había que efectuar un paso, como de danza, para imprimir un movimiento de rotación que se iniciaba en la cintura y terminaba en los brazos junto con el envión. Poco a poco, como de un sueño, volvían a mi mente las figuras de tantos lanzamientos efectuados en el río, el mar y el delta.

Finalmente acepté el reto. Nicolás me miraba un poco incrédulo. Ni siquiera había tenido yo la posibilidad de referirle algunos detalles de aquella pesca; pero, simplemente, era cuestión de efectuar el tiro para evitar la pérdida.

Ubiqué el blanco, hice un cálculo rápido y luego me retiré del parapeto para poder  accionar correctamente. El primer intento, ante el silencio de todos, terminó en una ruidosa carcajada de los chicos. Sin advertirlo, la red se había enganchado en el cierre de mi campera. Oculté mi decepción y mi nieto apartó un poquito su mirada. Pero algo tenía logrado, porque la maniobra había sido la correcta. Para corregir lo sucedido cerré mi abrigo, repetí el cálculo de ubicación e impulsé el mecanismo, que se abrió, en esta ocasión, con cierta galanura sobre mi presa. En una indescriptible algarabía el artefacto nos trajo de regreso la pelota. Palmadas y aplausos se multiplicaron; entonces, me tomé la muñeca y alcé los brazos. Mi nieto me miraba sorprendido y orgulloso. Unas ganas de gritar y de saltar me invadieron pero solo atiné a gozar en silencio de ese triunfo pequeñito.

La gloria puede presentarse en cualquier dimensión, me dije, mientras retornábamos al auto y se derramaba la charla del chiquilín, entusiasmados y de regreso a nuestra realidad.

por Juan Ferrari

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