Necrofilia
Qué tienen que ver San Martín, Gardel, Perón, Evita y Maradona con la desesperación cotidiana en las terapias intensivas.
Se acepta como una verdad revelada que nuestra identidad nacional tiene marcados rasgos necrofílicos, es decir, de cierta adoración por la muerte en cuanto dimensión purificadora y por ciertos muertos como si fueran lisa y llanamente santos. No vamos a echarle la culpa al pobre de Ricardo Rojas con su biografía de José de San Martín, titulada “El Santo de la Espada”, pero los años 30 del siglo pasado –cuando la escribió- fueron cruciales para la reconfiguración del ser argentino en un sentido democrático, popular… y necrofílico. En los depresivos 30 nacieron dos santos: el San Martín de Ricardo Rojas, más romántico que el de Bartolomé Mitre y que, sea como sea, descansa con capilla propia en la Catedral porteña; y, por supuesto, Carlos Gardel, cuyos funerales sólo serán comparables en la Historia a los de Evita, Perón y, mucho más tarde, Maradona.
“El Santo de la Espada”, del radical yrigoyenista Ricardo Rojas, se publicó en 1933 pero se volvió masivo desde las sucesivas reediciones a partir de 1945, gracias al surgimiento de un Perón que montaba un caballo blanco con sable y de uniforme militar, y se peinaba como Gardel. El mismo Perón que ordenó embalsamar a Eva sin saber los periplos que iba a transitar ese cadáver híper realista. El mismo Perón que sigue ahí, también embalsamado pero sin manos, porque una noche alguien se las robó en otra muestra más de una necrofilia nacional que no reconoce barreras ni siquiera de buen gusto.
En su psicología social analítica, Erich Fromm entendía la necrofilia no como la expresión de un instinto sexual derivado de la muerte, sino como la consecuencia de “llevar una vida sin estar realmente vivo”. Para Fromm, la necrofilia es uno de los tres mayores males de la humanidad, junto con la obsesión simbiótica y el narcisismo, que, por adoración y autocomplacencia, contribuyen a sostener liderazgos fanáticos. Según Fromm, la carencia de amor en la sociedad occidental conduce a la necrofilia. El necrófilo vive mecánicamente y tiende a querer controlar la vida, para hacerla predecible.
Para Fromm, “el amor a la vida o el amor a la muerte son la alternativa fundamental que confronta todo ser humano”. Pero aclara: “Cuando hablo de la vida y de la muerte, no me refiero a los estados biológicos, sino a los estados del ser, de relacionarse con el mundo. La vida significa cambio constante, nacimiento continuo. La muerte significa dejar de desarrollarse, dejar de evolucionar; significa cosificación y repetición”.
Una manifestación del carácter necrófilo, según Fromm, es la convicción de que la única forma de solucionar un problema o conflicto es mediante la fuerza o la ruptura. Para el necrófilo la fuerza es el primera y última solución de todo. Reaccionan ante los problemas que la vida presenta con una salida destructiva, negativa, nunca apelan a la comprensión.
Nuestra necrofilia está vivita y coleando. Vuelvo a las exequias de Maradona, donde, aparte de entronizar definitivamente a D10S, multiplicamos los contagios de Covid-19 y, por ende, las muertes. Volvimos a peregrinar en Semana Santa y nos vino con tutti la segunda ola. Nos enoja el encierro, aunque estamos entre 500 y 700 muertos por día y las terapias intensivas sólo se alivian por el lugar que dejan esos mismos muertos, como en un macabro juego de las sillas que no para nunca de empezar. Reaccionamos a los problemas que nos está presentando la vida con furia, con fastidio contra quien sea, sin apelar mucho que digamos a la comprensión. Pero claro: justificamos esta fatal atracción por la muerte con que “y bueno, che, la vida debe continuar”.
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