Tuesday 23 de April de 2024
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El reto de Martín Soria: retórica furiosa, pactos bajo cuerda y pragmatismo

POLITICA | Por Edi Zunino | 29 de March 13:01

El conflicto entre los poderes siempre va a existir. Para eso hace falta, entre otras cosas, una Constitución Nacional, que viene a ser, básicamente, un código de convivencia que se completa con leyes que, en teoría, no debieran chocar con el reglamento general, pero de vez en cuando chocan.

¿Pero qué pasa cuando el problema es la Constitución? Se la reforma y punto, me dirán, aunque, bueno, eso no parece ni tan fácil ni tan confiable. O no hubieran pasado 141 años entre la sanción de 1853 y la reforma de 1994, ni antes hubieran existido las trágicas idas y vueltas entre la versión peronista de 1949 y la reinstauración de la original en 1957, con la yapa del artículo 14 bis para que socialistas y hasta comunistas consensuaran una Carta Magna sostenida por una dictadura militar.

De todos modos, tenemos una Constitución vieja pensada para un país de hace casi dos siglos que venía de una guerra civil salvaje y necesitaba establecer parámetros para que no se pusiera en duda, por ejemplo, que impartir justicia no iba a ser un capricho de los vencedores para tener a raya a los vencidos. Así, la independencia judicial se estableció en base a la durabilidad de por vida de los magistrados. Y el paso de las décadas fue convirtiendo a la Justicia en un poder en sí mismo, intocable y endogámico, además de protegido durante casi un siglo por militares dispuestos a discontinuar la lógica oficialismo-oposición teniéndolos, en general, como garantes.

La reforma del 94 interpretó el problema con fórceps, porque la motivación principal no era la necesidad comunitaria de ponerse a tono con los tiempos, sino la ambición partidaria de instaurar la reelección presidencial. De allí salió, como un nuevo souvenir, un Consejo de la Magistratura que todavía no termina de conformar a nadie y pasó a ser un apéndice carísimo de la vetusta Comisión de Acuerdos del Senado.

Tal vez los jueces no sólo debieran pagar el Impuesto a las Ganancias, sino, sobre todo, tener la obligación de revalidar sus cargos cada 10 años –para poner un plazo-, con lo cual acaso se apurarían más en sus tareas y serían menos actores en el teatro de las disputas de poder.

No hay nada que hacer por el momento: los jueces, sobre todo los federales y los de la Corte Suprema, son actores políticos. Y, de última, a la competencia electoral no le vienen tan mal, porque se los convierte en un conflicto sin solución al no abrirse un amplio consenso para debatir el tema en serio. Insisto: en la era de la inmediatez y la sospecha generalizada en todos, tenemos jueces de por vida que tardan horrores en hacer su trabajo y funcionan como una casta superior.

Ese es el contexto en que asume, hoy, Martín Soria. Sometido a la retórica furiosa de la campaña de medio término, forzado a lograr como sea algún viso de mayoría para poner un nuevo Procurador General y al menos sentar las bases de una reforma judicial, que va a ser inviable o insostenible si no se toma el toro por las astas y se va a la cuestión de fondo.

Claro que quién avalaría en estos tiempos una reforma constitucional sin sospechar que, sea quien sea el que la promueva, no viene con el facón bajo el poncho.

 

por Edi Zunino

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