Friday 19 de April de 2024
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Relatos a cielo abierto: relámpagos en el agua

PODCASTS | Por Juan Ferrari | 04 de February 16:58

Mientras ojeaba el horizonte como un filibustero, el guía comentó que una hora y media de navegación nos separaban del lugar  elegido para el primer intento. El frío de Mayo se anunciaba terminante, y al tiempo que cargábamos las provisiones, los equipos de pesca y de fotografía, el ansia irrefrenable de estar en el agua, apuraba cada uno de nuestros movimientos.

Señalando el derrotero del agua segura, una boya  luminosa  y anclada en el aire era el brillo de una estrella que atrasaba su partida.  Mientras el madrugón se adueñaba de mis párpados y una fresca llovizna en la cara me sostenía  despierto, el reflejo de las nubes sobre el barniz del río, convertía mi viaje en un vuelo sosegado.

A medida que ese cielo se remonta y alarga la distancia, el agua siempre va tornándose distinta: se vuelve acaso más grácil y delgada. Las horas que trabajo en las embarcaciones, y los ratos dedicados a la pesca o simplemente quieto a su contemplación, fueron creándome conciencia de esa obra de Dios inigualable: el agua que bendice, que da vida, que abrillanta los árboles y que lava los cuerpos. Es allí donde el pasado y el futuro  se dan cita en el ahora con extraña nitidez. Tantos recuerdos y tantos sueños, todos surgen  aquí, navegando en silencio.

Mis ojos acompañaron el apuesto planeo de un bigüá  sobre la orilla,  y en un impulso más breve pero igualmente  gracioso, una boguita, midiendo el francobordo, pareció aproximarse para desearnos suerte. Me entristeció el pensamiento de que ya no podré llevar a mi madre a conocer este río, pescar algo grande y decirle “¡mirá má…!”, con entusiasmo de pibe que aprendió una pirueta. Tal vez porque el paso del  tiempo no logró desvanecer el aroma  de sus manos, fue que las glicinas envolviendo la rivera se me antojaron su abrazo. Con voz exigua, mañanera y grave, entoné la bulería que a ella  tanto le gustaba, esa capaz de atravesar los muros macizos de su dolencia última. Luego, la puntual repetición de un monte de álamos que dividía el cielo de estribor en exacta simetría, me rescató para traerme otra vez al presente.

Algún tácito acuerdo armoniza el transcurso del viaje hacia el pesquero: es el anhelo de una jornada que se espera fructuosa, como un guiño implícito para que  un grupo de adultos vuelva  a ser de niños. Es una tregua o un resabio lúdico, quizás un instinto de origen ancestral que algunos todavía lo cumplimos pescando.

Funámbulo sobre la proa, el más experimentado copiaba con sus piernas las suaves ondulaciones que traía la corriente. La estela del motor variaba su medida con la velocidad que cambian las pupilas de un gato. Cada latigazo de caña repetía la llamada, y como en un “pizzicato” ejecutado con cadencia  sobre la superficie,  los señuelos chasqueaban salpicando las notas e invitando al encuentro.  

De pronto, hay saltos de peces que como arrancados de las entrañas del agua, serpentean vigorosos  en sinfónica contienda. Siluetas en llamas para el registro de imágenes que siguen emocionándome como cuando empecé. Todo huele a río, a escamas y a verde, y por unos instantes, somos canoeros aceptando un destino. Nadie ignora que  para los oriundos, una expresión sagrada y montaraz que llaman “sapucai” atraviesa la selva con sonido valiente; pero  como elevado por el magnífico entorno, ensayo un grito de guerra que haciendo eco en el monte se convierte en festejo: estamos navegando, pescando y registrando todo para poder contarlo. Como en una ficción sin ensayo sino vivida con frescura, elogiamos la aventura de surcar ese ambiente: allí donde  la naturaleza muestra un poder que nos excede y resulta arrollador.

“El tigre” no se rinde, el tigre es indomable. Esquivando dentelladas lo subimos al bote,  le acertamos las fotos pero no se doblega. Es agitando su cuerpo como se quita el engaño que lacera la boca, y unas gotas de sangre me salpican las manos, que se vuelven sensatas para no lastimarlo. La fina belleza de su aleta rojiza deshace a coletazos la ambición de un trofeo. Ahora el dorado relumbra en el visor de mi cámara y eso nos pone eufóricos. La exaltación del juego y la camaradería, alcanzan con esto su momento  pleno; somos hombres de pesca y son estas las cosas que nos hacen felices.

Como un pescador invisible en la noche,  la felicidad es furtiva y pesca entre la niebla.  Fue como tenerlo todo, el junco le pudo al viento. Ahora, este pez dorado retorna a la matriz profunda y eso lo hace perfecto.

Creímos haber visto un relámpago en el agua…

¿Qué importa si fue fugaz o ni siquiera existió?                                                     

por Juan Ferrari

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