El último filósofo de moda se llama Byung-Chul Han, nació en Corea del Sur y se hizo alemán por adopción. Digamos que vendría a ser un traductor-divulgador para nuestros tiempos de clásicos como Hegel, Heidegger y demás. Byung-Chul sostiene que los individuos somos apenas el entorno del sistema autorreferencial que domina las sociedades contemporáneas y tiene un eje central en una comunicación vertiginosa, insustancial y angustiante, que impone una ideología de supervivencia y una ilusión de libertad. Vivimos los tiempos de la psicopolítica, según Han, donde nuestros principales opresores vendríamos a ser nosotros mismos, desesperanzados, pero paradójicamente convencidos de que ejercemos el poder a través de las redes sociales, o al menos es posible que lo hagamos. Vendría a ser algo así como la instancia superior del panóptico de Bentham y luego de Foucault, donde ya no se dominan los cuerpos sino los pensamientos, desde una madeja de datos, híper vínculos, perfiles personales y pulsiones de consumo que ocultan al verdadero poder, hasta quitarle entidad visible.
En esa nueva dimensión de la autorreferencialidad y la autocompasión, emisores, medios y audiencia parecen actuar con igual intensidad en el mismo plano. El político, para sobrevivir, pelea por ser el moderador o el mago y, cada vez menos, el héroe; el periodista, para sobrevivir, se convierte en predicador moral o referente político; y el público, para sobrevivir, retoma el asambleísmo primitivo del circo romano para ejercer una justicia instantánea y vana, pero sin verse ni olerse ni tocarse.
La lógica de la grieta -que no se trata de macristas y kirchneristas sino de presentar una pelea terminal tras otra como en el viejo Titanes en el Ring, pero en colores y vía Smartphone- se instala en esa dimensión y la recicla sin parar. Todo, desde cómo se paga la deuda externa hasta cómo se paga el colectivo, es parte del espectáculo pugilístico cotidiano. Y una de las rencillas más taquilleras ha pasado a ser la que, de vez en vez, enfrenta a los gobernantes o dirigentes con los medios o los periodistas, que, insistimos, la leonera percibe como actores en pie de igualdad. (Lo confuso es que algo de eso hay, porque periodismo y política conviven más allá de lo que se ve y eso alimenta la pretendida percepción –a veces confirmada por los hechos- de que pueden existir oscuras tratativas a espaldas del público).
Sin embargo, si hay algo que sigue poniendo al periodismo y a los medios en el lugar que deben estar para que la gente se informe es, sencillamente, la pregunta. Ayer, una pregunta de la colega Cecilia Devana –de cuya honestidad extrema podemos dar fe en Perfil- sacó de quicio a la portavoz presidencial, Gabriela Cerruti, que hizo gala de sus conocimientos periodísticos para generar una controversia -en la que se metió hasta Alberto Fernández- y evitó contestar la pregunta. El problema de las relaciones con Estados Unidos –tema de fondo de la pregunta- es un tema importante, más en momentos en que Martín Guzmán está punteando director por director del FMI los términos del acuerdo definitivo para presentarlo en el Congreso, donde el horno tampoco está para bollos.
Hay un lado genéticamente cristinista en el albertismo: se expresa sobre todo en el punto de elegir a los medios como rivales para tirar la pelota afuera. A Cristina le rindió mucho para ser reelecta. Ahora bien: son muy buenos los espacios de los jueves, en que Cerruti pasa revista de todos los temas con los medios; pero si los usa para convertirse en una especie de Cristinita Fernández Terrible, quedarán desvirtuados, aunque seguramente al servicio de alguna estrategia “superior”.
Hoy, por suerte, salió a bajar un cambio. Dijo hace un rato Cerruti:
"Quiero cuidar el espacio de las conferencias de prensa de los jueves, que es importante e interesante. Ayer me sentí incómoda porque hubo preguntas que me sonaron insólitas, pero habitualmente hacemos un trabajo cotidiano muy saludable”.
Que no se corte, Gaby.
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