Thursday 25 de April de 2024
Perfil

La trucha de El Anfiteatro

PODCASTS | Por Juan Ferrari | 07 de January 19:00

Las vacaciones en Bariloche siempre habían sido, para mí, un sinónimo de pesca. No precisamente asociado con múltiples capturas ni enormes ejemplares; más  bien, todo lo contrario. El sabor del desafío estaba, en  realidad, en conocer lugares nuevos, lograr  desentrañar los secretos de cada río y cada lago, y así, poder tomarle una de esas preciadas y escurridizas  truchas, que aunque fuera pequeña, tenía como  destino final la ofrenda que se compartía en la mesa  familiar. 

Con los años, y viendo despoblarse algunos  ambientes, fui adoptando la pesca y devolución con  varias especies, pero confieso que siempre me guardo  algo bueno para cocinar y degustar porque esa,  también, es la esencia misma de esta actividad. 

Pensar en un gran río es pensar en el Limay Superior,  con su enorme boca que no termina nunca de devorar  tan inmenso lago, con la velocidad de sus rápidos y la quietud de sus remansos; con sus grandes rocas y la  sombra de sus sauces. 

Corrían los finales de 1978. Nuestro país se debatía  en un conflicto fronterizo que casi nos llevó a la  guerra y, en medio de tan singulares circunstancias,  transcurrían mis vacaciones en Río Negro. Amenaza  de guerra en un entorno de paz; situación paradójica,  con sentimientos encontrados, pero allí estábamos,  con mi padre, haciendo abstracción del mundo y  dispuestos a disfrutar de otra tarde de pesca.  

El escenario elegido fue El Anfiteatro, en toda su  magnificencia. Un lugar incomparable, donde la  naturaleza derrochó sus máximos recursos y, para  asegurarnos las mejores perspectivas, delineó sus  gigantescas tribunas. 

Recuerdo que estacionamos el auto a un lado de la  ruta, lo más lejos posible del asfalto; cargamos los  pertrechos e iniciamos el dificultoso descenso por la  ladera del valle, desde casi 50 metros de altura. La  tierra floja, los resbalones, y el rodar imparable de  alguna que otra piedra pretendieron detenernos, pero  nada iba a torcer nuestro rumbo ese día. Nos  ubicamos entre unos sauces, a orillas de un remanso producido por un recodo del río. La corriente se  frenaba allí y formaba una especie de gran laguna de  aguas cristalinas, detrás de la cual el torrente tiraba  con toda su fuerza. Armamos nuestras rudimentarias  cañas de fibra maciza, con los reeles frontales de  aquellos tiempos; colocamos las cucharas giratorias  que usábamos entonces y… ¡A pescar! 

Las artificiales iban y venían, peinando esa curva en  todas direcciones; nos empeñábamos en ganar las  mayores distancias, pero con pocos resultados. La  tarde caía y solo mi papá había logrado capturar una pequeña trucha criolla. 

Los últimos lances del día, un tiro fallido que cae a  escasos cinco o seis metros de mis pies; recojo la  línea con disgusto, para repetir el lanzamiento y la  cuchara que se frena… y la cuchara que no viene… ¡y  la cuchara que se va! 

El nylon empezó a escapar incontrolable, la línea se  distanciaba, y allá, a lo lejos, el agua explotaba con  un salto poderoso. Yo intentaba mantener la calma  pero era inútil. Recuerdo que mi viejo se esforzaba en ayudarme, pero yo lo alejaba. La trucha iba a ser toda mía. La emoción era indescriptible y las piernas me  temblaban. 

No podía dejar que el pez ganara la correntada y se  perdiera; pero la chicharra del reel no paraba de  sonar, el tiempo se dilataba, y el fantasma del corte  acechaba a cada instante. Así, de a poco se fue  cansando. Nunca olvidaré esa silueta plateada, como  dueña del río, yendo y viniendo a su antojo en la  transparencia del remanso, hasta terminar varada en  la playita de arena. Allí un último salto, ¡la cuchara  que se rompe y el mosquetón que se abre! Pero ya  estaba en mis manos. Nadie podría robarme ese  momento de felicidad. Lamento que no hubiera balanza, ni película en la cámara, ni otro testimonio  más allá de mi memoria. 

El fin de esta historia nos encontró en la antigua  hostería, frente a la placita Belgrano. Dos familias  reunidas, junto a la parrilla humeante, los dueños del  lugar y nosotros. Las escamas hacia abajo, un  condimento apenas suave, poca brasa y sin apuro. Un  manjar color rosado y de abundante carne para el  recuerdo.

Un diciembre con vino blanco en la copa, y un brindis  por la tan ansiada paz, que quiso Dios que así fuera.

Texto de Daniel Vadillo.

 

por Juan Ferrari

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