Friday 29 de March de 2024
Perfil

La Pregunta

PODCASTS | Por Juan Ferrari | 05 de February 10:00

La crónica de viaje de Lorena López, nos lleva a un escenario exótico, donde el paseo turístico deja lugar, por un instante, a una inesperada reflexión.

Me habían asignado una nota en Foz de Iguazú, Brasil; y luego de haber hecho las visitas de rigor a las cataratas, la caminata por la selva y el avistaje de aves, me dediqué a buscar otras actividades.

El templo budista de Shakyamuni se encontraba en las afueras de la ciudad, donde el paisaje se convertía en caballos, perros y algún campito con maíz sembrado. “Acá tiene que bajar”, dijo el chofer del ómnibus, señalando un descampado, para luego alejarse raudo, dejando una nube de tierra colorada. Más allá había algo así como un barcito; me acerqué hasta el patrón para preguntarle por el templo budista, y me respondió con una frase incomprensible, acompañada de un gesto que indicaba que debía seguir caminando. Y obedecí.

No exagero al decir que anduve más de quince minutos por un ascendente camino en zigzag hasta que, por fin, llegué al portón de entrada. Una pequeña puerta lateral, con un cartel de bienvenida, explicaba que el horario de atención era hasta las 19.00. Miré mi reloj, y vi que estaba justo a tiempo.

Entré y fue entrar a otro mundo; un mundo de pasto recién cortado y arbustos perfectos y redondos, que bordeaban un camino empedrado. A lo lejos se vislumbraba el templo. Seguí caminando. De los árboles me llegaba un perfume a fruta dulce, mientras las ramas se agitaban apenas por el viento. “Hola…”, grité, “Hola…”, y mi voz rebotó sin respuesta.

A medida que me acercaba fueron apareciendo las estatuas. Primero un enorme Buda sonriente y dorado; y luego, guardianes que custodiaban la entrada. Eran cientos, uno junto al otro, coronados por un ser de piedra, mitad león y mitad dragón.

Llegué al templo de columnas rojas y símbolos extraños; al entrar, instintivamente silencié mis pasos. Un monje meditaba, de espaldas, y había velas a su alrededor. Me quedé un largo rato en silencio y sin moverme, de algún modo, hermanada con la quietud del lugar. Decidí que tomaría una foto, con la luz del ambiente y sin flash, para sumarle un clima “exótico” a mi nota de turismo. Acomodé la cámara y mientras ajustaba los controles para lograr ese resultado, el monje preguntó, en español:

-¿A qué le tienes miedo?

Su voz me tomó por sorpresa; bajé la cámara y me quedé callada, amparada en la penumbra.

Siempre de espaldas, el monje reiteró la pregunta y yo permanecí, obstinada, en mi silencio.

-Si quieres tu fotografía tienes que responder, -sentenció.

-¿Porqué me hace esa pregunta?, quise saber.

-Eres tú quien debe responder. Yo sólo puedo preguntar.

Estaba perturbada, era todo tan irreal. Pero la pregunta se me había hecho carne. ¿A qué le tenía miedo? A volver a casa y que no hubiera nadie; a que los seres queridos no estuvieran más; a las babosas; a los pasillos oscuros de la AFIP; a hablar en público.

¿¡Qué sé yo!? A veces uno le tiene miedo a cualquier cosa. Mi dedo presionó el disparador, pero el obturador no funcionó.

-Sin respuesta, no hay fotografía, -insistió el religioso.

Las velas se apagaron. Empecé a caminar hacia atrás sin apartar la mirada del monje: temía que al darse vuelta, tuviera los ojos vacíos. El disparador seguía anulado, no lo entendía, pero así era.

Salí como pude al patio y vi que ya anochecía. A lo lejos, unos perros ladraban con rabia. Apuré el paso, con la correa de la cámara ajustada en el puño, no sé si para proteger el aparato o usarlo como un arma. El trayecto hasta la salida se hacía interminable, y los perros se oían mucho más cerca. Empecé a correr; pasé junto al Buda como un suspiro y mientras corría rogaba que la pequeña puerta de entrada siguiera abierta. ¿Qué hora sería? El aire se había tornado helado y me quemaba el pecho. ¿Por qué me metía en lugares raros?

Seguí corriendo y el camino empedrado y en bajada no facilitaba la huida; temí que me fallaran las rodillas. Vi el portón de entrada y que la puerta estaba cerrada. Sentí que el corazón se me encogía; y mientras estiraba el brazo, pensando que era en vano y que me esperaba un fin absurdo y terrible, el picaporte cedió, casi mágicamente. Y salí, con un salto de tal envión que casi me caigo de cabeza.

Del lado de afuera y mirándome con curiosidad, un grupo de turistas, probablemente alemanes, se lamentaba por haber llegado tarde para la visita al templo. A unos pocos metros los aguardaba una combi, con las luces y el motor encendidos.

Me sacudí la ropa, me recogí el cabello, y con una sonrisa de pasta dental, le pregunté al chofer si iba para Foz. Sentada  en uno de los asientos del fondo, respiré profundo, cerré los ojos, y revisé mis pasos, por el camino de mis miedos.

por Juan Ferrari

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