Los 17 de marzo se festeja en muchos países el Día de San Patricio, el Santo de la Verde Irlanda. A los clásicos bares del microcentro, durante esta larga pandemia no se podrá concurrir ni vestirse de verde ni emborracharse con la tan publicitada cerveza. Para suplantar esa costumbre tan arraigada podríamos recordar algunos autores y autoras de la literatura irlandesa. Son muchos y han sido traducidos por nuestros poetas y traductores. Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift, los poemas de Oscar Wilde, quién no ha intentado alguna vez leer el Ulysses de James Joyce o las obras de Seamus Heaney, el premio Nobel de 1995, a cuyo entierro concurrió Bono.
Irlandesas reúne 14 poetas traducidas por Leonor Silvestre, y entre ellas está la poeta Moya Cannon. Moya Cannon visitó la Argentina en dos oportunidades. Nació en el condado de Donegal y las montañas y costas de su lugar natal están presentes en su poesía. Estudió historia y política en el University College de Dublín, y luego de una carrera docente se desempeñó como editora del Poetry Ireland Review. En sus poemas se destaca la presencia de la arqueología, el arte pre histórico, la geología,y la música como puertas de entrada a una mayor comprensión de la misteriosa relación de los seres humanos con la naturaleza y el pasado. La migración es un tema central de su poesía, la migración de las aves, de las personas y de la cultura.Su libro Remo, Oar, de 1990, ganó el premio Brendan Behan.
REMO (Traducción de Jorge Fondebrider)
Camina tierra y tierra adentro
Con tu remo,
Hasta que alguien te pregunte
Qué es eso.
Construye entonces tu casa.
Porque sólo entonces necesitarás decir y saber
Que el mar es inmenso e insondable,
Que el remo que empuja
Contra la ola
Y con la ola
Es todo.
El TREN (Traducción de Leonor Silvestri)
El terraplén del ferrocarril a nuestra izquierda
traza una línea verde a través del pedregal y el brezo grisáceo.
Una vía fantasma transporta un tren fantasma
al oeste desde Letterkenny a Burtonport.
En uno de los asientos de tablillas de madera se sienta
una muchacha seria de catorce años, de Tyrone,
fino, lacio pelo rojo.
El tren resopla con un sonido metálico sobre nuestras cabezas
a través de las torres de alta tensión hechas de piedra
que flanquean la parte más estrecha del camino.
La muchacha viaja para estudiar en Ranafast
en mil novecientos veintinueve.
El tren de vapor de trocha angosta avanza tan despacio
que ella puede sacar un brazo
y arrancar las hojas de los pocos árboles del costado.
Su amiga sostiene su sombrero fuera de la ventanilla
y lo hace girar y girar, con la mente en blanco,
hasta que rueda y aterriza en el pedregal.
Mi madre no sabe que esa línea del ferrocarril fue construida
por varones que creían que el tren había sido vaticinado
en las profecías de Colmcille
como un cerdo negro resoplando a través del vacío.
Ella no puede profetizar, por eso no sabe
que su padre morirá en tres años,
o que conocerá a su esposo
y pasará su vida adulta
al oeste de estas redondas colinas de granito,
o que, en setenta y cinco años,
una de sus hijas la llevará en coche
bajo ese puente que ya no existe
fuera de Donegal
por última vez.
Todo lo que sabe es que está yendo a Ranafast
y que el tren avanza muy despacio.
OLVIDAR LOS TULIPANES (Traducción de Jorge Fondebrider)
Hoy, en la terraza, señala con su bastón y pregunta:
«¿Cómo llamas a esas flores?».
De vacaciones, en Dublín, en los años sesenta
compró los cinco bulbos originales por una libra.
Los plantó y los fertilizó durante treinta y cinco años.
Los hizo crecer, los dividió,
los almacenó en el galpón sobre alambres tejidos
listos para plantar en hilera,
corolas rojo y amarillo intenso:
tesoro transportado en galeones
desde Turquía a Ámsterdam, tres siglos antes.
Ahora en abril se balancean con un viento de Donegal,
encima de las delgadas hojas de los adormecidos crisantemos.
Un hombre que cavó surcos derechos y que recogió negras plantas
[de grosellas,
que enseñó a hileras de niños las partes de la oración,
tiempos y declinaciones
debajo de un mapamundi de tela cuarteada;
al que le encantaba enseñar la historia
de Marco Polo y de sus tíos que, desalineados,
volvían a casa al cabo de diez años de viaje,
tajeando entonces el forro de sus abrigos
para dejar caer los rubíes traídos de Catay;
ahora, perdiendo primero los sustantivos,
está de pie junto a su cantero de flores y pregunta:
«¿Cómo llamas a esas flores?».
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