Friday 26 de April de 2024
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Navegación temeraria

PODCASTS | Por Juan Ferrari | 23 de July 10:00

Corría Mayo de 1992, y yo me preparaba para una nueva salida de pesca. Todo era motivo de cuidadosa planificación: el equipo, las carnadas, nuestro almuerzo y, lo más importante, el alistamiento de mi flamante canoa canadiense de cinco metros de eslora, acondicionada específicamente para la pesca. Lo más complicado era trincarla sobre el portaequipaje del diminuto Fiat 147. Recuerdo que el auto se perdía debajo de la enorme embarcación. Yo me sentía todo un capitán, dueño de ríos y mares; tiempos de juventud, en los que nada podía detenerme.

El objetivo, esta vez, era la desembocadura del río Salado; mi compañero en la aventura, mi querido amigo Alejandro, quien ya no está entre nosotros, y a quien pretendo homenajear con este sencillo relato.

Un sábado de madrugada pusimos proa hacia nuestro destino, y, con las primeras luces del alba, dejamos la ruta 11, por una pequeña huella que nos depositó en la orilla del gran río. La boca del Salado, hoy disminuida y embancada debido a la canalización de la cuenca, lucía entonces profunda y caudalosa.

Bajamos la canoa del auto, cargamos los pertrechos y nos preparamos para la travesía. Acostumbrado a navegar en las lagunas, el tema de la corriente del río me preocupaba; pero, viendo que el agua ni se movía, soltamos amarras y, en un acto de arrojo, nos lanzamos aguas abajo. Primero cruzamos bajo las columnas del puente carretero; luego, nos deslizamos sigilosamente, pasando inadvertidos frente al destacamento de Prefectura, y, a partir de allí… ¡Rumbo a la bahía!

Atrás quedaron el río estrecho y sus barrancas. Todo era inmensidad, y un silencio, sólo interrumpido por el chasquido de las olas contra el casco de mi navío. Fondeamos a unos quinientos metros bahía adentro y nos pusimos a pescar. Pasada la primera hora de intentos, las boyas ni se movían. Hasta que, de pronto, comenzaron a alejarse. Primero lentamente y después con mayor velocidad. La delgada soga del ancla se tensó como cuerda de guitarra. Sin saber cómo, nos vimos inmersos en una gran correntada producida por la bajante del río, factor que nunca habíamos considerado.

Era el momento de tomar conciencia de nuestro incierto destino. Nos pusimos los salvavidas, juntamos las líneas y aseguramos el equipaje. A levar anclas, palos en manos y a remar. ¡A remar y a remar! Esfuerzo supremo y sacrificio inútil. Ni mi habilidad con la pala, ni la fuerza de Alejandro pudieron impedir que la corriente nos arrastrara hacia el mar. Era, entonces, hora de volver a fondear y evaluar la situación.

Nadie sabía dónde estábamos; no teníamos comunicación, ni una bengala, ni nada que denotara nuestra posición. ¿Volveríamos a casa, siendo imposible avanzar a contra corriente? Trazamos un rumbo en diagonal, aguas debajo de la boca. Larga remada y gran esfuerzo para alcanzar la anhelada costa. Una extensa ciénaga barrosa en la cual varar la canoa y recuperar fuerzas, donde fue imposible desembarcar. Los remos eran devorados por un barro blando, sobre el que no se podía navegar, nadar ni caminar. Un territorio dominado por cangrejos amenazantes, que se preparaban para un banquete sustancioso.

No era cuestión de rendirse así que, a fuerza de revolear el ancla y clavar los remos en el barro, avanzamos trabajosamente hasta el río, donde nos recibió, otra vez, la correntada. Sin perder la calma, nos arrimamos bien a la costa, dejando la vida en cada remada, conquistando tramos cortitos, y volviendo a tirar el ancla para recuperar el aire.

La última prueba del día fue cruzar bajo el puente; sus columnas se veían, ahora, inmensas, intimándonos con partirnos al medio, mientras la canoa daba vueltas entre los remolinos que formaba la corriente. Al fin, cruzamos ilesos.

Fueron varias horas de sufrimiento para terminar pescando tres pejerreyes y dos dientudos, desde una playita de conchilla junto al auto, garantía de retorno a nuestras casas.

La “universidad de la pesca” siempre deja su enseñanza: una actitud inconsciente nos puso en peligro; mas un momento de calma y reflexión, me permite hoy contar esta historia.

Pasaron ya veinticinco años; sin embargo, las experiencias vividas con intensidad se guardan para siempre en el abierto baúl de los recuerdos.

Texto de Daniel Vadillo

 

por Juan Ferrari

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