Para leer estos recuerdos, creo necesario haber sentido, alguna vez, esa herencia que nos viene de la primera caverna y el primer fuego dominado, y es la cinofilia. No es moda, ni costumbre, ni siempre diversión, el hecho de mantenerse intactos a través de los siglos, el afecto y la empatía entre el hombre y el perro, y viceversa. Por lo tanto, son muchos los que permanentemente tienen a su lado a ese compañero, que se ha transformado, por derecho propio, en símbolo indiscutido de la fidelidad. Les pasa a todos los que comparten ese sentimiento, y muy especialmente a los cazadores, para quienes, en cada salida, el perro es una prolongación de su brazo, o de todos los sentidos.
Pero la historia de “La Negra”, aunque parezca extraño, no tiene una relación directa con la caza, sino con la pesca; porque se desarrolló en una isla perdida de la segunda sección del Delta Bonaerense, en la ya ajena Isla Nagüe de mi juventud, sobre el arroyo Luciano.
“La Negra”, cuyo nombre nos exime de describir su pelaje, fue abandonada en la costa, con muy pocos días de vida. Coco Iturbides, nuestro isleño, la descubrió temblorosa, cuando regresaba de zanjar, también él apremiado por una crecida inesperada. De no haberla escuchado, la cachorra hubiese sido arrastrada por la corriente, sin defensa posible. Ramona, la mujer de Coco, una vez más demostró su infalible instinto materno, que derramó siempre sobre cuanta criatura desheredada se acercó hasta sus faldas. Improvisó un biberón, pidió leche en polvo y preparó “Quaker”. Lo cierto es que el animalito, de un escuálido montón de pelo oscuro, pasó, en pocos meses, a ser una hermosa y esbelta perra negra. Eran tiempos de asidua concurrencia a la isla, y pronto se acostumbró a visitarnos, apenas escuchaba la lancha colectiva detenerse en nuestro muelle.
Desde el comienzo fue, para nosotros, de raza indefinible, hasta que cierta vez, invité a pescar a un veterinario, ex compañero del bachillerato, quien no dudó un momento, pero interrogó sorprendido:
-¿De dónde sacaste este Labrador Retriever?
Después de superar el asombro, pudimos confirmar con mi amigo los detalles de esa raza heroica, auxiliar en las heladas bahías de la Península del Labrador, en el Nordeste de Canadá: negra retinta, con los dedos unidos para facilitar la natación, las orejas largas, y recia la cabeza, más bien cuadrada.
Lo cierto es que la perra se agregó a la numerosa familia que por entonces visitaba la isla todos los fines de semana. Ávida de prácticas atávicas, se instalaba en el bote, o la canoa, cuando en abril dedicábamos casi todas las salidas a interceptar los patos en su cruce de Buenos Aires a Entre Ríos, por encima del Delta. Apostaderos como Boca Chaná, el Márquez, Boca del Don Haroldo, todos los vericuetos del entonces amplio Bajo del Temor, nos vieron atentos, con la calibre 12 grande en mano y la perra echada. Algunos señuelos de goma, obsequio de un legendario maestro bretonero, que me inició en esa especialidad de caza, me servían para atraer a las bandadas. Por salida no efectuaba más de tres o cuatro disparos, y eran suficientes. La “cobradora” surgía presurosa del fondo del bote y llegaba infalible hasta la presa herida. Era especialista en rastrearla entre los juncos, y a veces podía demorar varios minutos en encontrarla, pero nunca se rendía. Llegaba nadando al bote con el ave que yo recibía con la mano izquierda, mientras con la derecha la ayudaba, collar de cuero mediante, a reinstalarse, jadeante y conforme, en la embarcación.
Nadie le enseñó a aquel animal a cumplir con el rol para el cual fueron creados sus antepasados de Terranova. Pero fue asistir al primer disparo y caída de un pato, para comenzar a cumplir con su función de “retriever”, o sea, aportadora, como una avezada veterana.
Con las nutrias y los carpinchos era otra cosa. Capitaneaba una rehala salvaje, de todo tipo de perros mestizos, que se reunía espontáneamente con solo observar a alguien escopeta en mano, en canoa o a pie por el fachinal. Asistí y fui testigo de varios combates. Únicamente se acobardaban los más pequeños con los lobitos de río, especie heroica que, por fortuna, aún subsiste en las islas grandes.
Los perros viven menos que los hombres. A la Negra le tocaron el “alhalí de la muerte” cuando tenía unos diez años, es decir, en el principio de su ocaso.
La encontramos sobre un albardón de caracoles, cerca de la salida al Bajo. Estaba casi erguida, apoyada en un raigón. El proyectil de un 22 había horadado limpio el hueso frontal, un poco por encima de la línea de los ojos; y por allí se fue su alma chiquita de perro.
Tiendo a pensar que la misma mano alevosa que la abandonó aún lactante en aquellas orillas, terminó su faena con ese disparo.
La Negra sigue viva entre los que la conocimos; y en la mente de los niños, ya hombres, que aprendieron a su lado, a respetar el río.
Texto de Rodolfo Perri.
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