Italia es una nación dominada por dos grandes cadenas montañosas: los Apeninos que atraviesan el país de Norte a Sur como una columna vertebral, y los Alpes que conforman un límite geográfico septentrional tal, que terminan siendo también frontera con Suiza, Francia, Austria y Eslovenia. Esta orografía preponderante en toda Italia, que es la responsable de paisajes tan icónicos como la costa amalfitana o la región de Toscana, no deja mucho espacio para zonas planas. Tan es así, que uno de los pocos respiros se encuentra casualmente entre esas dos grandes cadenas montañosas.
La llanura Padana, es por lejos la más extensa región agrícola ganadera que podemos encontrar en Italia. Su nombre proviene del principal cauce fluvial que la atraviesa, llamado en latín Padus, y que hoy conocemos como río Po. En el medio de esa llanura, en el año 400 a.C., los celtas fundaron una ciudad con el nombre de “Medhelan”. Sin embargo, al poco tiempo fue conquistada por un imperio romano en expansión y dada su ubicación entre los Apeninos y los Alpes convenientemente rebautizada como “Mediolanum” o «tierra del medio». Pronto, la ciudad se convirtió en un importante centro comercial ya que numerosas carreteras romanas la atravesaban, sumado a que gracias al río Po se podía acceder con facilidad al Mar Adriático. Con el tiempo, esa ciudad fue modificando poco a poco su nombre hasta llegar a su actual: Milano.
Desde los comienzos del Imperio Romano, el límite norte fue conflictivo siendo continuamente atacado por los Bárbaros. Y con el objetivo de reforzar esta frontera, Marco Aurelio Valerio Maximiano Hercúleon, o simplemente Maximiano, siendo augusto decidió en el año 292 d.C. mudar la capital del Imperio, de Roma a Milán. Así, por más de cien años Mediolanum contó activamente con colosales construcciones como un circo, termas, un espectacular complejo palacial y un anfiteatro donde regularmente había luchas de gladiadores, animales y se llenaba de agua para dar lugar a batallas navales. Durante la época que Mediolanum fue capital del imperio romano, el emperador Constantino el Grande promulgó el Edicto de Milán, cambiando la historia al legalizar por primera vez el cristianismo. La misma presión de los Bárbaros hizo que posteriormente se llevase la capital del imperio a Rávena. Lamentablemente para la ciudad de Milán, se conservan muy pocos vestigios de aquellos poco más de 100 años como capital del Imperio y es por eso que hoy en día no es un destino arqueológico dentro de Italia.
Pasado el esplendor del Imperio Romano, en épocas medievales le llegó el turno a la región Norte de Italia de las ciudades estado. Y así como en Pisa, Florencia, Génova o Venecia, en Milán una familia controlaba la vida política de la ciudad y alrededores. Estas unidades políticas mantuvieron su independencia incluso hasta la Edad Moderna, y sólo avanzado el Siglo XIX se unificaron todas para conformar un estado.
A partir de mediados del Siglo XIV la familia Visconti gobernó Milán y construyó su propio castillo. Cien años después, la familia Sforza derrocó a la anterior y reformó su castillo. Esa edificación la encontramos hoy en el medio de la ciudad bajo el nombre de Castello Sforzesco. Un miembro de esa misma familia, Ludovico más conocido como “el moro”, creó en la ciudad una corte renacentista a la altura de los Medici en Florencia. Su fama fue tal, que contrató al mismísimo Leonardo Da Vinci para pintar algunos frescos en su castillo.
La relación entre Leonardo y la familia Sforza, dio origen también a una de sus más famosas pinturas murales cuando le solicitaron su arte en el convento dominico de Santa María de la Gracia. Allí durante tres años Leonardo trabajó sin ningún apuro en “La última cena”, obra que tal cual una foto, capta el momento justo posterior a que Jesús proclama “Yo os aseguro que uno de vosotros me traicionará”. Cuenta la historia, que Leonardo por entonces alternaba momentos de intenso trabajo pintando, con otros de pura contemplación de su obra que podía durar días. Tal actitud al parecer le disgustó al director del convento, y cuando se quejó con el pintor, Leonardo le contestó que no lo molestara ya que había decidido dejar para el final de su obra pintar la cara a Judas y andaba buscando una que lo representara.
Ante el peligro de un bombardeo durante la segunda guerra mundial, la obra de Leonardo Da Vinci fue protegida con una cortina y tapada por una pared de sacos de arena. Cuando una bomba cayó sobre el convento, casi todas sus paredes colapsaron salvándose milagrosamente la que contenía “La última Cena”. Si algún día en el futuro viajamos a la capital mundial de la moda y queremos conocer esta obra, tengamos en cuenta que hace falta reservar con varios meses de anticipación.
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