Texto de Rodolfo Perri
Considero a las amistades de mi vida como mis únicas y verdaderas condecoraciones. Casi siempre inmerecidas, me garantizan remedios contra el desánimo, el hastío, contra todos los miedos. No me defraudan (casi nunca). Permanecen y me acompañan en todos los senderos. Lejos de pensar en definirla, la amistad me anima a escribir esto a modo de homenaje.
La fragua de Korthaus es simplemente una forma de encarar la vida. Lo bauticé alguna vez Hans Korthaus, en recuerdo de un personaje de Erich Remark, quien, por su parte, hizo un permanente culto a la amistad.
Ni Hans, ni Korthaus, ni alemán. Se llama, en realidad, Humberto, es técnico mecánico, y en cualquier torno él realiza maravillas. Creo que siente al hacerlo, el mismo placer que experimento yo al revivir episodios de la vida al aire libre. En eso somos paralelos, y en muchos años de vida transitada juntos, también. Tiene una isla en el Delta, que se llama “Tres Amigos”; y a veces recala en ella su necesidad de paz y soledad por largos ratos.
-“Todavía no colgué las herramientas”, le gusta repetir, como un intento animoso de vencer al tiempo. ¿Quién no lo hace alguna vez? Siempre regresa a su torno y a su problema de regla de tres simple o compuesta. Lo entiendo, porque yo también siempre regreso, ritual, al teclado negro de mi vieja Smith Corona.
Esta vez, en la isla, ocupó un banco en el bote con Oscar y Juan José. Una tripulación casi tan veterana como el bote. Una caña cada uno, con solo un anzuelo, y tres o cuatro mojarras, iban, entonces, en busca de manduvas, a la horqueta del Luciano y el Caracoles. Con sus rezongos de viejo maniático, el Jumpa de 5 caballos los llevó hasta ese rincón de la Segunda Sección y, junto con la tarde, cayeron sobre el agua las tres boyas. La de Korthaus fue la primera en señalar un pique. Clavó, se solazó con el coleteo del pez y luego lanzó su primera imprecación. La línea floja marcaba su derrota. Por tres veces más se repitió la escena entre los gritos de entusiasmo de Juan José, su rival de siempre en esas justas. Oscar, en cambio, propuso revisar la línea y ahí surgió la explicación. Sencillamente, había sucedido que al anzuelo de Korthaus le faltaba la punta. Al pez solo le bastaba abrir la boca para liberarse definitivamente de ese artefacto inútil. Pero la peor comprobación fue que a bordo no había ninguna valija de pesca; cada uno se había embarcado con su caña y sus mojarras. Alguien agregó un cuchillo, pero nada más. Las risas se escucharon ruidosas, y luego, los otros dos se dedicaron a la pesca y Hans –Humberto- a sus cavilaciones.
Minutos después, extrajo uno de los toletes, limpió el anzuelo maltrecho de todo vestigio de carnada y comenzó a “modelar”, con el lomo del cuchillo como martillo, una punta nueva. Forjar en frío. Estaba descendiendo por debajo del nivel técnico de cualquier hombre de las cavernas, pero no cejó ni por un instante. Comprobó que la rebaba aún existía, entonces, el problema se redujo a conseguir aguzar nuevamente la punta. Al fin comenzó a sentir cierta capacidad de inserción en el tosco extremo del artefacto. Por último, y luego de una paciente búsqueda en el piso del bote, recuperó los trozos de mojarra que habían caído, encarnó y, ante la mirada incrédula de sus amigos, dirigió el lance al centro del remanso.
Una corrida y, ahora sí, en el extremo se debatía un hermoso manduvá de lomo verdoso y cola amarillo rojiza. Sin pérdida de tiempo izó la presa por encima de la borda y, ya sobre seguro, aflojó la línea. Recién allí se desenganchó el anzuelo. Apenas un retoque con el filo del cuchillo a la punta precaria, y vuelta al agua. Por dos veces más se repitió la increíble hazaña. Con olímpico orgullo dio por terminada la jornada y se dedicó a contemplar el apacible paisaje que lo rodeaba.
Así es mi amigo. Por mi parte, le conozco infinidad de soluciones de ese tipo. Tantas, que resultaría imposible enumerarlas. Cuando el resto se da por vencido, él toma un atajo y llega a la meta. Por lo menos, a “su” meta.
Recuerdo su mejor proeza y fue, en Punta Morán, fabricar un perno de hélice con un clavo herrumbrado, un trozo de tanza y un hacha pequeña. Lo difícil fue conseguir el clavo. Recuerdo que todos ya imaginábamos un regreso a remada de galeotes y él comenzó a caminar por la arena y señaló:
-“Por allá hay tablas”, dijo. “Las tablas nunca vienen solas”.
Así encontró el clavo; así pudimos volver a motor.
El clavo, el anzuelo “forjado”, hechos que figuran entre aquellas apreciadas condecoraciones…
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