Friday 29 de March de 2024
Perfil

El fotógrafo y el mar

PODCASTS | Por Juan Ferrari | 27 de March 15:00

Más allá de la leyenda, sabido es que los tiburones implican siempre una prueba extrema para cualquier pescador. Quienes nunca dejamos de soñar con tal conquista, no ignoramos que allá en lo profundo habitan peces, capaces de poner en jaque al más diestro y curtido de todos los pescadores. Criaturas de portes colosales y millones de años de transformaciones y adaptación al ambiente; organismos de simple complejidad, ajustada y perfecta, que gobiernan una hondura que en verdad les pertenece, y a la que solo nos aventuramos por la pasión que nos mueve.

Haber fotografiado la captura de un enorme escualo me produjo sensaciones que intento ordenar y contar y que, ya en tierra firme, vuelven a conmoverme mientras elijo las fotos.

Poderoso nadador que jamás se queda inmóvil, su esqueleto un cartílago perpetuo, le permite serpentear en la profundidad del abismo, como un filo de navaja, agitado y flameando. Hacia atrás de sus ojos, de mirada inconmovible, dos espiráculos preceden las siete hendiduras branquiales por donde suelta el agua que ya respiró, y quizás, haya teñido de sangre hace solo un instante.

De todos los mares hace su reino, y tratándose en particular de nuestras costas, desde la latitud de Rawson, subiendo hacia la desembocadura del Río Negro, Monte Hermoso y Mar del Plata,
migra hacia el norte para llegar a coordenadas del río porteño pero, eso sí, muy mar adentro. Más tarde, vuelve otra vez hacia el sur, cumpliéndose un ciclo que nos incita a embarcarnos e intentar una vez más el preciado trofeo.

La suave melodía que entonaba el agua se partió con el sonido de un reel de Pennsylvania. La caña coronada se encorvó vibrando, y el grueso hilo de nylon se tensó como cuerda, que silbó con el viento la nota que esperábamos. Como una clara advertencia de lo que se venía, lo que fuera que estuviera allí abajo, cedió algunos metros prologando la embestida. Sin duda, este no acabaría recubriendo la empuñadura de una espada, como los antiguos acostumbraban hacer con su piel, entre otros usos. Algunos cormoranes y gaviotas posados en el índigo del agua, se precipitaban ávidos sobre los frescos calamares que usábamos de carnada, mientras otros, volando lejanos, parecían ignorar, con detalle, la escena.

Quien patroneaba en el bote impartió con sabia calma las sugerencias del caso: recoger los otros cebos y así liberar la popa, para brindarle el espacio a quien llevara adelante titánica faena.

“No es un Scalamdrum, es un Bacota, esto puede llevarnos un buen rato dominarlo; porque no sé dónde está, pero lo presiento grande”, nos comentó el capitán.

“A disfrutar, caballeros, que a eso hemos venido”, se me ocurrió pronunciar, mientras trepaba con mi cámara al techo de la cabina. Desde esa altura y encuadrando en ángulo picado, descubrí que lo tenía realmente todo: El hombre y su presa, en una misma estampa, para mis ojos inquietos. Todo frente a mi lente: el peligro y la belleza, en proporción exquisita.

Echado boca abajo, me afirmé con las piernas, para poder hacer fotos y no rodar hasta el agua. Compuse y enfoqué; y ubicando al pescador sobre mi tercio izquierdo, lo esperé hasta revelarse muy cerca del bote.

Cuando zanjó la superficie con su aleta dorsal, y su lomo gris oliva se pudo ver claramente, le disparé cuatro fotos con certeza de arponero. Todo lo que hubo después fue deleitarnos, contemplando la fuerza, el pulso y la paciencia, hasta izarlo con cuidado y retirarle el anzuelo; luego, yo hice algunas otras fotos, y con todos los recaudos lo devolvimos al agua.

“¿Te hubiera gustado pescarlo, Juan?” me preguntó mi compañero cuando bajé a la cubierta.

Entonces, encendí el respaldo de mi Nikon D300 y mostrando una parte de todo lo conseguido fue que sentí responderle: “Mirá las tomas que tengo; no dudaría en decirte que yo también lo pesqué”. 

El pez ofreció buena lucha, pero yo siempre sostengo que el genuino desafío lo representa el mar; y suelo creer, porque siempre es difícil separar algunas cosas, que si se sabe mirar, el mar es mujer.

Desplegamos sigilosos secretas artes de pesca, logrando hacerla asentir con especial respeto. Nos envuelve con sus brazos ondulantes y piernas infinitas, para así cautivarnos y conseguir que tenazmente volvamos a ella. En ocasiones nos acepta y nos regala su fruto, para virar sin aviso, intempestiva y soberbia. Siempre es inasible y misteriosa, pero igualmente fértil, generosa y única. Domina al subvertirnos la vida en un minuto, conquistando nuestra voluntad entre el amanecer, el cenit y el plenilunio.

En vano me pregunto, si al hacemos al mar, estamos siendo infieles a nuestras compañeras que esperan en la orilla. Pero es “la mar” quien nos doblega, con su perfume salobre, y pacta con nosotros lo que quizás no se cumpla.

Será por todo lo dicho que siempre estamos allí, con la mirada cautiva sobre su cuerpo hipnótico, anhelando visitarla y enredarnos con ella.

Y así vivimos entonces, no pocos de nosotros: enamorados del mar, del amor y de la pesca.

 

 

 

 

 

por Juan Ferrari

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